Opinión
La socialdemocracia en el diván
‘En estas circunstancias, la socialdemocracia se ha de disponer a hacer la travesía del desierto. No queda otra. No obstante, se puede hacer de forma crítica pero constructiva o con espíritu cainita. Ha llegado el momento de, como un paciente más, acomodarse en el diván del siquiatra y vomitar los fantasmas que se llevan dentro, en este caso en forma de errores, promesas no cumplidas y otras bagatelas’.
Tras el hundimiento de Lehman Brothers, en otoño de 2008, no fueron pocos los opinadores y políticos de izquierda que vaticinaron un nuevo edén y el triunfo de la política y los políticos sobre la economía. Muchos de ellos creyeron de buena fe que la crisis, que se había generado en las entrañas del capitalismo financiero, acabaría echando en brazos de la socialdemocracia a los ciudadanos desencantados con el sistema. Hoy, cuando apenas han transcurrido tres años de aquella debacle, contemplamos con estupor que lo que se está llevando la crisis por delante es la propia socialdemocracia.
Es verdad que cada gobierno debe lidiar realidades distintas en su país. Ahora bien, no es menos cierto que, en tiempos de desbarajuste ideológico como los que estamos viviendo, existe un denominador común que consiste en castigar a los que están gobernando. Y claro, en una situación como la presente los partidos, supuestamente de izquierda que estaban gobernando fueron acríticos con el ideario del libre mercado, no supieron mantener sus presupuestos en orden, no protegieron -ni están protegiendo- de forma adecuada a los ciudadanos y se vieron -y ven- incapaces de impulsar la recuperación. Por todo eso, han pagado y deberán pagar los platos rotos de una crisis que si bien ellos no generaron, si son corresponsables por su laxitud y sobre todo los ciudadanos los perciben como incapaces para resolver los problemas que les acucian. Y aquí conviene no olvidar que los gobiernos están para solventar problemas, no para crearlos.
En las postrimerías del siglo XX y primeros años del XXI muchos creyeron haber dado con la fórmula magistral para lograr un crecimiento sin fin. De hecho, la propuesta era sencilla: intervenir, desde lo público, cuando menos mejor en los asuntos económicos ya que el mercado sería fuente constante de riqueza y generador de empleo, así aumentarían los ingresos fiscales y, de esa manera, se podrían sufragar las políticas sociales. El cuento de la vaca lechera. A decir verdad, no faltaron las voces críticas advirtiendo de la inviabilidad de la propuesta, pero sus portadores fueron tachados de agoreros o simplemente ignorados.
En realidad, esos son los ejes básicos de la Tercera Vía, llevados a la práctica por Tony Blair primero y abrazados después por Gerhard Schröder en Alemania. Aquí, en España, José Luís Rodríguez Zapatero los utilizó de forma tácita desde su llegada al poder. En su primera legislatura -vivíamos un periodo de vacas gordas- la intervención del Gobierno en el ámbito económico fue casi inexistente. Además, no había que preocuparse, los ingresos fiscales permitían financiar un Estado del bienestar expansivo. Tal vez por eso, el Gobierno socialista no se atrevió ni a pinchar la burbuja inmobiliaria, ni a luchar contra el fraude, ni a realizar una reforma fiscal progresista, ni siquiera nadie, dentro del Ejecutivo, tuvo la feliz idea de crear una entidad financiera con criterios de servicio público. En cambio, desde las entrañas del Gobierno, pretendidamente, socialista se lanzó la idea de que bajar los impuestos era de izquierdas.
Pero las vacas flacas llegaron y la izquierda democrática tuvo que empezar a hacer políticas económicas de ajuste al dictado de los mercados, se pusieron en marcha recortes sociales mientras la ciudadanía contemplaba desconcertada que las políticas fiscales no eran ni justas ni equitativas ni eficientes y, en cambio, si susceptibles de mejoras. No cabe duda de que este panorama ha generado un clima de desafecto de los ciudadanos hacia los políticos y los partidos políticos, pero de manera muy especial hacia los de izquierda.
Por otra parte, hace ya tiempo, tal vez demasiado, que una parte de las clases medias ha dejado de considerar útil a la clase política. Razones no faltan: una política fiscal que hace recaer la carga sobre la renta del trabajo, de forma especialmente dura sobre los empelados públicos y los asalariados cualificados por cuenta ajena, sin que éstos tengan la percepción de ser los beneficiarios de las políticas sociales. A la vez, se detecta que los empresarios y las grandes fortunas disponen de diversas fórmulas para burlar de forma legal la presión impositiva.
Si bajamos algún escalón de la escalera social, veremos que ahí los motivos para el desafecto también son múltiples. El acceso al trabajo o a los servicios públicos se entiende, muchas veces, como una usurpación de derechos por parte de los ciudadanos llegados de otras latitudes, y si la convivencia en esos ámbitos sociales nunca es fácil, cuando la crisis golpea como sucede ahora, la situación puede convertirse en dramática. En esas circunstancias que el populismo y la xenofobia arraiguen es cuestión de tiempo. Pues bien, ante la situación descrita, la socialdemocracia está muda y a la derecha le cuesta muy poco articular un discurso demagógico y simplista.
No nos equivoquemos, la situación que estamos viviendo no tiene una solución fácil. Ser miembro de la Unión Europea tiene grandes ventajas, pero también sus pleitesías y los gobiernos nacionales tienen cada vez menos margen de maniobra. Además, Bruselas y los mercados se han entestado en que esta crisis se resuelva regateando a los trabajadores y a las clases medias las cantidades que se necesitan para resarcir la deuda contraída por la irresponsabilidad de las entidades financieras. De golpe y porrazo, los ciudadanos ven como los gobiernos se afanan en la liquidación del Estado del bienestar. La sanidad pública se esfuma, la educación pública se adelgaza y los derechos sociales y las pensiones empiezan a estar en entredicho. De alguna manera, estamos volviendo a la situación social del siglo XIX.
Con este panorama político y social tan poco halagüeño, no nos debe extrañar que la gente, incluso muchos de los que han votado siempre pierdan de forma progresiva la confianza en los partidos y sus dirigentes. Esos son los motivos fundamentales por los que se buscan otras vías para solucionar sus problemas. Por eso, sucede que los grandes partidos, tanto socialdemócratas como conservadores, pierdan sucesivamente peso específico. Ahora bien, quien se lleva la palma en este descalabro, sin ninguna duda, es la izquierda. Valga como ejemplo el caso del PSC en Cataluña, que ya lleva diversos procesos electorales siendo el cuarto partido, por número de sufragios, entre los menores de 40 años.
Es en ese contexto en el que hemos de analizar la subida de los verdes en Alemania, los liberal-demócratas en el Reino Unido en 2010 o la extrema derecha en otros países. La dispersión de voto, con respecto a épocas pasadas, es un hecho, más allá de quien gobierne en cada momento. Todo esto significa que evolucionamos hacia escenarios políticos cada vez más fragmentados y, además, esa fragmentación corre a cargo, básicamente de la izquierda.
Si duda alguna, otros factores, como pueden ser liderazgos poco carismáticos o el propio desgaste que produce gobernar también son aspectos a tener en cuenta para explicar esta debacle de la socialdemocracia. Ahora bien, han sido los principios fundamentales de la tercera vía, recogidos de una u otra forma por los gobiernos progresistas, lo que ha hecho que la ciudadanía vislumbrara una perfecta comunión entre los neoliberales y los socialdemócratas a la hora de gobernar. La inmensa mayoría de analistas políticos coinciden en esta cuestión: el abrazo acrítico del socialismo europeo al capitalismo globalizado y muy poco regulado, creyendo que los mercados se autoregularían y serían capaces de generar riqueza de forma permanente.
Un buen amigo mío dice que:
“Uno de los males endémicos de la socialdemocracia es que cuando está en la oposición, y en las campañas electorales, predica políticas de izquierda y, en cambio, cuando llega al poder practica políticas de derechas”.
No le falta razón a mi colega y, además, añadiría yo que vivimos en una sociedad cada vez más dividida en compartimentos estancos y eso hace que los partidos con vocación mayoritaria necesitan diversificar más su mensaje para llegar a los diversos sectores sociales existentes, pero, a la vez, sin perder la coherencia en el discurso, pero sucede que no hay segmentos sociales hegemónicos para, a partir de ellos, sustentar una mayoría política.
Por otra parte, se ha demostrado estadísticamente que, en las épocas en que se retrae el crecimiento y el PIB decrece, los resultados electorales de la izquierda en general y de la socialdemocracia en particular se resienten de forma directamente proporcional. Asimismo, en etapas de incertidumbre e inseguridad como la que estamos viviendo la gente demanda respuestas concretas, y ahí hemos de admitir que la derecha ganará siempre.
En estas circunstancias, la socialdemocracia se ha de disponer a hacer la travesía del desierto. No queda otra. No obstante, se puede hacer de forma crítica pero constructiva o con espíritu cainita. Ha llegado el momento de, como un paciente más, acomodarse en el diván del siquiatra y vomitar los fantasmas que se llevan dentro, en este caso en forma de errores, promesas no cumplidas y otras bagatelas. Después en comunión con la ciudadanía habrá que trabajar por la elaboración de un proyecto a medio y largo plazo que apueste de forma inequívoca por lo global a partir de soluciones locales.
La socialdemocracia se ha de caracterizar por ser defensora de la prevalencia de la idea de lo público. Hay que lograr la hegemonía de la política sobre la economía, para que de esa forma las instituciones puedan asumir su rol. Todo esto quedará en agua de borrajas si no se empieza a trabajar por un cambio en el sistema electoral, en el que los ciudadanos tengan una participación mucho más activa. No se trata sólo de listas abiertas, también hay que poner práctica las consultas populares, las limitaciones de mandatos y un largo etcétera. Asimismo hay que poner al día la casa propia e ir a una financiación de los partidos y una organización interna más democrática y transparente.
En lo que respecta a las propuestas para transformar la sociedad, de verdad, habrá que crear una banca sino pública, cuando menos con criterios de servicio público, habrá que reformar el sistema fiscal para que se colabore con justicia y equidad, proteger el medio de ambiente de manera razonable y sin ambages. Cuando la nueva socialdemocracia recupere el poder se deberá afanar en promover el crecimiento y reducir el desempleo, asimismo será necesario desarrollar un nuevo modelo de producción que supere la época del ladrillo. No se deberá obviar que nuestro Estado del bienestar es muy precario, como se ha puesto de manifiesto en esta crisis, por tanto será inexcusable instrumentalizar políticas que garanticen le estabilidad de todos, pero sobre todo de los más desfavorecidos y en consecuencia habrá que descartar incluso por ley, si es preciso, cualquier tipo de recortes sobre los logros conseguidos. De manera simultánea, habrá que buscar las necesarias complicidades para el fortalecimiento racional de la Unión Europea. De igual manera, se deberá buscar la cooperación pertinente para poder proyectar al mundo una imagen de Europa unida, haciendo una UE al servicio de los ciudadanos no de los mercados. Se trata de trabajar por la Europa de las personas.
En definitiva, necesitamos recuperar la política como elemento de transformación. No saldremos de la crisis por la izquierda con medidas económicas de la derecha neoliberal. De la misma manera que nadie cuestiona que la izquierda es la mejor garante en cuestión de libertades, la socialdemocracia tiene la gran oportunidad de convertirse, también, en la defensora de la seguridad de las clases medias y populares. Si, aunque suene raro. Seguridad ante la delincuencia, el terrorismo, el infortunio, la enfermedad, la vejez, los desmanes de los más poderosos o los posibles desaguisados de alguna administración. De hecho, hay indicios racionales para pensar que la sociedad demanda, cada vez más, más Estado, pero eso sí, un Estado eficaz combativo y lo menos burocrático posible. En realidad, si lo analizamos un poco, veremos que se trata de establecer las bases para poder ser razonablemente felices. Al fin y al cabo no debería ser tan complicado.
Bernardo Fernández Martínez es ex diputado autonómico del PSC
amen
Completamente de acuerdo con el artículo.
Un buen artículo muy bien escrito, ahora lo que hace falta es ponerle el cascabel al gato
ESte señor, ¿es nuevo? Si es así espero que siga escribiendo en la Voz de BCN parece un buen ficahje, sino se estropea.