Cataluña
‘El desgaste ocasionado por los tripartitos no hay política que lo subsane. No se trata de unas simples ronchas; se trata de algo que atañe a la estructura del Estado, a las relaciones, a los odios, y lo mismo en Cataluña que en toda España’
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Xavier Perciay, escritor y profesor universitario, en un artículo titulado Más allá del llamado problema catalán y publicado en el último número (29) de Cuadernos de Pensamiento Político:
‘[…] Sea como fuere, de ese primer envite autonómico Maragall sacó una enseñanza. Para alcanzar la Generalitat, no iba a bastarle con el despliegue de un discurso más o menos socialdemócrata avalado por su gestión como alcalde de una ciudad olímpica. O abrazaba decididamente la bandera o —incluso en el mejor de los casos— no lograría despegarse lo suficiente de quien estaba llamado a ser su próximo rival electoral, Artur Mas. Y, a medida que se iba acercando la cita de 2003, empezó a referirse a la necesidad de reformar el Estatuto de Autonomía de Sau. Es verdad que la idea no era original. Josep-Lluís Carod-Rovira, el líder d’ERC, lo llevaba diciendo mucho tiempo. Y hasta Mas, en su afán por marcar territorio y no perder comba, se había apuntado ya a la propuesta. Pero lo original, lo novedoso cuando menos, era que lo dijera Maragall. O sea, el candidato socialista. O sea, un candidato que, por entonces, no estaba considerado dentro del partido como un representante del sector encabezado por los Obiols, Sobrequés, Castells y compañía —la llamada alma catalanista—, sino como una suerte de tercera vía entre este sector y el de los Montilla, Corbacho, Zaragoza y demás capitanes del aparato —la llamada alma españolista—.
Aquí estuvo, sin duda, el verdadero punto de inflexión en la historia de la Cataluña contemporánea. El partido socialista, con Maragall a la cabeza, se proponía alcanzar el poder recurriendo a las mismas armas de las que se había servido Pujol desde el inicio de los tiempos autonómicos. Esto es, recurriendo a la identidad —aunque esa identidad se confundiera, casi por completo, con el bolsillo—. Luego, una vez prendida la mecha, bastó con mantener la llama viva. Como en la campaña aquella de 2003, en la que todas las fuerzas políticas catalanas, excepto el PP, rivalizaron en soberanismo. Es verdad que, al tratarse de una campaña electoral, donde suelen predominar los gritos y los aspavientos, nadie se lo tomó demasiado en serio. Pero después vinieron los resultados. Y las inacabables rondas de contactos. Y el ominoso pacto del Tinell. Y los días, semanas, meses y años en que no se habló de otra cosa en Cataluña y en gran parte de España —cuando menos en el terreno político—. Uno se desayunaba con el Estatuto y así seguía hasta la noche. El llamado problema catalán había adquirido de pronto unas dimensiones insospechadas. Ya era un problema enteramente hispánico. Pero no a la manera de Gaziel, no como algo que la razón y el sentido común debían por fuerza encauzar, sino a las malas, con la pasión desbocada y el patriotismo por montera. En un abrir y cerrar de ojos, se había hecho tábula rasa de cuanto habían andado los españoles, en buena armonía, desde la época de la Transición. Y aparecieron las primeras grietas en la estructura misma del Estado. Los agravios comparativos, claro. Aquellos equilibrios de antaño, tan sabios y costosos, habían dado paso a una loca carrera entre Comunidades Autónomas —o entre sus respectivos gobiernos— a ver quién se llevaba más dinero de la caja común. Y todo ello auspiciado —no podía ser de otro modo, vista la magnitud del fenómeno— por el mismísimo presidente del Gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, que había bendecido, en plena campaña de las autonómicas del 2003, el futuro Estatuto, saliera como saliera del Parlamento catalán.
En total fueron siete años. Mejor dicho: han sido, puesto que su vencimiento es reciente. De 2003 a 2010. Del pacto del Tinell a las últimas elecciones autonómicas, las del 28 de noviembre, las del gran fracaso socialista. Porque, si bien los resultados electorales admiten otras muchas lecturas, esta es, sin duda, la más decisiva. Lo indican los números. Nunca el PSC había cosechado tan pocos votos en unas elecciones. Los 570.361 sufragios del 28-N se hallan incluso por debajo de los logrados en las primeras autonómicas, las de 1980. El peor resultado de la historia, pues. Con todo, acaso lo más significativo sea observar las distintas paradas electorales del trayecto. Bastará con las del último septenio. Es decir, con el periodo en que los socialistas catalanes, capitaneados primero por Maragall y luego por Montilla, han disfrutado del ejercicio del poder. En 2003, 1.031.454 votos (un 31,16%). En 2006, 796.173 (un 26,82%). Y en 2010 —recordémoslo—, 570.361 (un 18,32%). En siete años, una fuga de 461.093 votos, esto es, de casi la mitad del capital. A simple vista, y dado que la candidatura, en 2006 y 2010, estaba encabezada por José Montilla, uno siente la tentación de atribuir al todavía secretario general del partido la principal responsabilidad en el hundimiento de la nave. La tiene, sin duda alguna, y bien está atribuírsela. Aun así, ello no debería hacernos olvidar la de su predecesor. Al fin y al cabo, en 2006 el PSC recoge sobre todo los frutos de la gestión de Maragall. Y esos frutos se concretan en la pérdida de 235.281 votos y en un descenso del 4,34%. Es verdad que ese descenso será todavía más pronunciado en 2010, pero ello no impide adjudicar a cada César lo que, en justicia, le corresponde.
Sea como fuere, y más allá de los nombres, la debacle socialista no tiene otro culpable, en el fondo, que el propio proceso de reforma del Estatuto. El envite que les permitió auparse al poder —y, con ellos, al resto de la izquierda— ha terminado por dejarlos fuera de juego. Han jugado a ser nacionalistas, a serlo incluso más que nadie, y gran parte de sus votantes tradicionales les han vuelto la espalda. Unos se han refugiado en la abstención o el voto nulo, y otros han optado por apoyar a otras fuerzas políticas. De izquierda —ICV— o centroizquierda —Ciutadans—, pero también de centroderecha —CIU o PP—. Así se deduce, al menos, de las migraciones de voto observadas en muchas poblaciones catalanas, y especialmente en las del cinturón barcelonés, donde el socialismo ha tenido siempre su granero. En este sentido, no parece que la larguísima campaña electoral diseñada por los estrategas del partido, en la que Montilla fue renegando, día a día, de su propia obra de gobierno y, muy en particular, de la deriva identitaria —por no hablar, claro está, del tropel de ocurrencias audiovisuales—, haya contribuido en modo alguno a enderezar el resultado. Al contrario. Y es que difícilmente va a arreglarse en tres meses, a base de palabrería, lo realizado en siete años de despropósitos.
[…] El triunfo de la federación nacionalista es directamente tributario de los errores ajenos. De no ser por el rotundo fracaso del tripartito, difícilmente habría logrado lo que ha logrado. En el fondo, en ese retorno de Convergència i Unió al poder subyace un deseo bastante generalizado, por parte de la sociedad catalana, de volver al orden. Después de una etapa convulsa, llena de sobresaltos y enfrentamientos, los ciudadanos de Cataluña han apostado mayoritariamente por lo seguro, por lo conocido. Y, en Cataluña, lo seguro y lo conocido es CIU. 23 años de gobiernos consecutivos de Jordi Pujol pesan lo suyo. Y, aunque Artur Mas no sea Pujol, es evidente que el apoyo recibido tiene mucho que ver con esa confianza. Por eso la cosecha convergente ha sido, en cuanto a la procedencia de los votos, tan variopinta. Todo indica que CIU ha funcionado para muchos como una franquicia. Alguien a quien prestar por un tiempo la voluntad para ver si es capaz de arreglar lo que los otros no sólo no han arreglado, sino que encima han contribuido a empeorar.
[…] El desgaste ocasionado por estos siete años de gobiernos tripartitos no hay política que lo subsane. Cuando menos a corto plazo. No se trata de unas simples ronchas; se trata de algo mucho más profundo, de algo que atañe a la estructura misma del Estado, a las relaciones entre conciudadanos, a las querencias, a los odios, y lo mismo en Cataluña que en el conjunto de España. El proceso iniciado a comienzos de la pasada década con la reforma del Estatuto catalán ha causado un daño enorme. Algunos, como los socialistas catalanes, ya han pagado por ello —aunque no sólo por ello, claro—. Otros pagarán muy pronto. Pero este es, al cabo, un triste consuelo. Aquello que tanto preocupaba a Gaziel hace 80 años, el llamado problema catalán, sigue presente. Como una suerte de mutante. En estos últimos años los españoles hemos echado por tierra todo el trabajo de la Transición. Unos más que otros, ciertamente; pero, para el caso, es lo mismo.
Excelente. Eso es ver y analizar. Confiemos en que la sensatez se termine imponiendo. La situación económica y la tensión, generada y alimentada desde el poder, lo requierenl Hoy mas que nunca necesitamos objetivos claros, trabajo y distensión.
He dicho un par de veces, que no sería nada ofensivo si no preventivo y práctico hacer a los aspirantes a dirigentes políticos, un TEST PSCICOLÓGICO, como se hace a los Pilotos y otras profesiones.
Porque si traen algún trauma psicológico, una ” neura “….mejor que se dediquen a otra cosa y no lo plasmen en su quehacer político.
Necesitamos gente ” sana de alma “.para estos cargos tan importantes.
El Sr. Perciay tiene mucha razón, en lo que escribe, y efectivamente esto ;
“”Y el ominoso pacto del Tinell. “”
Cómo pudieron soportar esto gente que se cree democrática???…. es el colmo, es locontrario y una ” idiotez”.Cómo los socialistas y otros lo aceptaron?. Estaban hipnotizados?.
“
PSICOLÓGICO. quise escribir, perdon por la falta.