Cultura, Medios e Internet
González Férriz: “No somos tan revolucionarios como nuestra afición a las pseudorrevoluciones nos hace creer”
¿Qué dejará el 15M en las sociedades política y cultural de España? ¿Estamos viviendo auténticas revoluciones? ¿Podemos seguir llamando contracultura a la cultura que se ejerce con la ayuda del poder político y económico? Ramón González Férriz firma una obra que es sensación y referencia para responder a las anteriores preguntas. Los primeros años del siglo XXI están significando ‘una mezcla asombrosa de estética rebelde y ortodoxia económica, de discurso revoltoso y adoración del confort material’. Son las revoluciones divertidas.
Editor, traductor, periodista y responsable de la edición española de la revista Letras Libres (seguramente, la mejor revista en español que se imprime en los dos lados del Atlántico), el granollerense Ramón González Férriz ha firmado, el pasado 2012, una de las obras de no ficción mejor valoradas por los expertos.
La revolución divertida no es más que un análisis político de los últimos 50 años con el punto de partida cultural. Ni más, ni menos; que no es poco. Ahí queda eso. Es ya un libro de referencia. Y, por si no fuera suficiente, el ensayo lo cierra el 15M y su versión estadounidense de Wall Street. Actualidad marcada por (¿y para?) la historia.
Una conclusión clara: nada acabó con el capitalismo, todos los movimientos culturales lo moldearon y se adaptaron a él, pese a que originariamente aspiraban a dar un golpe de efecto que pusiera fin al modelo liberal. De ahí el subtítulo de la obra: Cincuenta años de política pop. González Férriz conversa con LA VOZ DE BARCELONA a través de epístolas digitales, muy al estilo pop actual.
Félix de Azúa recomienda su libro, como uno de los diez que deberíamos haber leído, y El Cultural lo sitúa entre las diez obras del año 2012. ‘Reportaje muy inteligente’ y ‘sorpresa del año’, respectivamente. ¿Qué tiene su libro para figurar entre los elegidos?
Me resulta difícil decirlo. Lo que quise hacer fue una breve historia de las ideas políticas y las tendencias culturales de los últimos 50 años, y para ello decidí recurrir a cosas que muchas veces parecen poco trascendentes en la política y la cultura serias: la música popular, la revolución sexual, el auge del orientalismo, los cambios en la indumentaria, la preocupación ecologista… Lo que afirmo es que la izquierda apostó por esas cosas y se olvidó un poco de la tradición socialdemócrata, mientras que la derecha se vio obligada a reaccionar y en ocasiones apostó por modernizarse y en otras por aferrarse aún más a la moral tradicional. Son temas que siempre están vivos -y más después de la aparición de movimientos como el 15M u Occupy Wall Street-, y quizá lo curioso del libro es que explico esta historia a través de personas concretas, anécdotas menores o asuntos más o menos frívolos. Pero obviamente, no sé si es este planteamiento lo que ha llamado la atención. En cualquier caso, me siento muy halagado.
¿Por qué una obra de estas características? ¿Qué le llevó a escribir un ensayo que se cierra con el 15M y se remonta 50 años atrás?
Yo creo que la mayor parte de disputas políticas serias que tenemos hoy en día -¿debe ser legal o no el aborto, y en qué condiciones? ¿Es el concepto de familia uno solo o hay varios? ¿En qué asuntos puede el Estado intervenir y en cuáles no? ¿Está la naturaleza al servicio de los seres humanos o no tenemos derecho a explotarla?- nacen, en su forma actual, en los sesenta. Naturalmente, algunas de ellas son tan viejas como la humanidad, pero en los sesenta se populariza la televisión y aparecen movimientos como los hippies estadounidenses o los soixante-huitards franceses, y eso hace que la discusión se torne mediática, espectacular. Pero cuando parece que esta disputa va a partir en dos a las sociedades, el capitalismo convierte esa disensión -que no deja de serlo- en un asunto de consumo, de libre mercado. Tal vez estás contra el capitalismo, pero lo demuestras comprando unas cosas y no otras, lo cual es capitalismo puro. Tal vez estás en contra de la intervención del Estado en la economía, pero si a tu empresa le cae una subvención, bienvenida sea. De los sesenta para acá, las ideologías y las prácticas culturales se vuelven incoherentes y contradictorias, lo cual no es malo en sí y de nuevo ha sucedido siempre, pero ahora con la amplificación de los grandes medios. El 15M no deja de ser una prolongación de esto: detestan a los políticos, pero quieren más política y menos mercado. Detestan el capitalismo, pero se comunican mediante productos archicapitalistas como los smartphones o Facebook. Son rebeldes, pero su rebeldía consiste en pedir que todo siga igual. Marx creía que las contradicciones del capitalismo serían las que hundirían al sistema. Desde los sesenta, en cambio, las contradicciones del capitalismo lo han reforzado.
Entonces, ¿podemos agrupar en un mismo saco, el de los perdedores, a los hippies, los yippies estadounidenses, los soixante-huitards parisinos, los provos holandeses, los libertarios catalanes reunidos alrededor de la revista Ajoblanco y los antiglobalizadores de principios del siglo XXI?
La gran paradoja que trato de explicar en el libro es que todos estos movimientos son ganadores y perdedores al mismo tiempo. Las utopías políticas de los hippies no se cumplen ni de lejos, pero al mismo tiempo la cultura masiva pasa a ser dominada por el imaginario hippie -el rock, la informalidad en el vestir, la promiscuidad, las drogas blandas-. Los antiglobalizadores fracasan en sus ambiciones políticas y el mundo está hoy más globalizado que nunca, pero al mismo tiempo su cultura -la ropa étnica, la comida orgánica, la world music, el consumo responsable- es adoptada hasta por grandes multinacionales y vista como positiva, aunque solo sea como elemento de marketing, por los grandes capitalistas. Por resumirlo: estos movimientos perdieron sus apuestas políticas y no derrocaron las democracias capitalistas, pero consiguieron que su cultura pasara al mainstream y fuera en cierto sentido dominante.
Sí ganaron, aunque fueran ingenuos…
Eran ingenuos políticamente, pero eran capitalistas muy hábiles. Supieron crear canciones, modas, eslóganes, libros y hasta, como en el caso de Steve Jobs, ordenadores que conectaron con el público e influyeron muchísimo en su conducta. En el caso español, por ejemplo, miremos la Movida, que sucedió una década más tarde pero tiene rasgos comunes con el 68: si se ven las primeras películas de Almodóvar o se escuchan los primeros discos de Alaska, se puede pensar que son amateurs con una visión muy poco sofisticada del mundo, pero entendieron muy bien cómo se lograba el éxito: querían vender, se dejaron ayudar por el Estado, supieron que ser exhibicionista y excéntrico era bueno para la popularidad, intuyeron también que tomar posiciones políticas en público podía ser útil. 40 años después, siguen siendo la élite cultural de este país. Comprendieron el capitalismo tal como es y les ha ido bien en él.
Vamos al plano político. ¿Son ejemplos de esta premisa Daniel Cohn-Bendit y Joshka Fischer, por ejemplo? ¿Y en España?
En 1985, Cohn-Bendit entrevista a Fischer poco después de que éste se haya convertido en parlamentario, y le pregunta: ¿cómo después de enfrentarte al parlamentarismo, de detestar a los partidos, de apostar por formas de lucha alternativas, acabas siendo diputado? La respuesta de Fischer es que después de probar muchas alternativas, ha acabado dándose cuenta de que no hay nada mejor que el sistema parlamentario. Es decir: no es que le encante el sistema, sino que todas las otras formas de política funcionan peor o simplemente no funcionan. Creo que esto resume lo que le pasó a esa generación -y quizá también le pasará a parte de la nuestra una vez se dé cuenta de que el 15M y cosas parecidas tienen impacto mediático pero apenas transforman la política-. En España pasó lo mismo: Savater, Azúa, Juaristi, Racionero, y tantos otros, estaban en la izquierda heterodoxa, no comunista, y ahora están simplemente en distintas posturas entre el liberalismo y la socialdemocracia. Así como mucha gente creía ser anticapitalista y fue descubriendo que era procapitalista, mucha gente creía que era antidemocracia burguesa de partidos y se acabó dando cuenta de que no conocemos un sistema mejor.
Ya que cita el 15M y personas influyentes en España. ¿No le parece que no hemos evolucionado mucho en el debate público? Seguimos hablando de la Guerra Civil, el nacionalismo, la religión…
Estas cosas están en el debate desde que existe la sociedad, de modo que no debe extrañarnos que sigamos discutiendo sobre eso; incluso democracias muy viejas como la estadounidense o la británica siguen discutiendo de esos temas u otros análogos. Ahora bien, una cosa es discutir sobre el pasado y otra estar atrapado en él. Y es cierto que actualmente parecería que las grandes ideologías están más preocupadas por vencer la batalla de la interpretación histórica que en proponer en serio cómo queremos que sea el futuro. Insisto, no es una rareza de nuestro tiempo ni tampoco una singularidad española, pero el tono de apocalipsis que la discusión pública ha adoptado desde los 60 es muy irritante y, además, no sirve para solucionar problemas. Sigamos discutiendo sobre las incoherencias ideológicas de nuestra derecha, pero dejemos de afirmar que es franquista. Hablemos de los problemas de la izquierda, pero dejemos de reprocharle a un socialdemócrata el Gulag. Yo no suelo tener simpatía por las causas morales de la Iglesia, pero ahora esta es solo uno más de los actores que en democracia pelean por ser oídos: hablar de inquisición es completamente ridículo. Y así con todo.
En su obra comenta que los jóvenes de los 60 acabaron con la ortodoxia marxista y adaptaron una ‘nueva izquierda’ que ha durado hasta nuestros días. Pero el marxismo, de una forma u otra, sigue en algunos países del mundo -ciertamente minoritarios- y un tipo de izquierda sobrevivió hasta 1989 en Europa y otro modelo sigue, hoy día, en China. No parece que exista una doctrina con este fundamento -para bien o para mal- en lo que se llama derecha.
Lo que afirmo en el libro, como digo algunas veces en él, solo es aplicable a Europa occidental y norteamérica. Por supuesto que el marxismo sigue vivo en muchas partes: ominosamente en Cuba, pero también en Venezuela -aunque ahí mezclado con un catolicismo muy latino- y en otras partes, en las universidades y en algunos medios minoritarios. Pero en estos últimos casos, ¿es de veras marxismo? Entre las preocupaciones de la izquierda actual, incluso en la izquierda a la izquierda de la socialdemocracia, están cuestiones como el ecologismo, la igualdad sexual y las nuevas formas de familia, cosas que no están ni mucho menos en el marxismo, sino en la utilización que la ‘nueva izquierda’ de los 60 hace de él. Diría que ni siquiera la izquierda más radical, chalados aparte, reivindica la Unión Soviética, y por supuesto tampoco a China. No veo a nadie, hoy, reivindicando la dictadura del proletariado y el partido único para España. Por lo que respecta a la derecha, en los últimos 50 años ha tratado de buscar también referentes intelectuales serios que le dieran un relato de la historia coherente con sus ideas: Berlin, Oakeshott, Burke, Popper, Hayek, Friedman… Sin embargo, cuando la derecha ha gobernado, no les ha hecho ningún caso, para bien o para mal, como usted dice. Es parte de nuestra política, de derechas y de izquierdas, tomar ídolos ideológicos para vestirse intelectualmente, pero luego se les ignora. Es molesto, pero quizá no sea un desastre: la verdad es que no sé si la mayoría de ideas de los filósofos políticos son aplicables a la política real.
¿Podemos acotar la cuestión filosófica en relación a la política real al control de la educación, de las publicaciones, del cine… algo así como lo que ya decía Antonio Gramsci en los años 20, aquello de que la hegemonía política no era más que una consecuencia de la hegemonía cultural? Es decir, ¿quién controla la cultura controla la política o estamos en un mundo distinto al de Gramsci?
Pese a los muchos intentos de la derecha de tener una producción intelectual y cultural propia -y sin duda la tiene-, ese campo está aún, en su mayoría, en la izquierda. Las teorías de Gramsci eran muy seductoras, pero si tenía razón en su época -y no estoy seguro de que la tuviera- no la tiene hoy, por el simple hecho de que la correlación entre clase social y opinión política ya no existe del todo. Si en el pasado se dio por sentado que ser de clase baja o media baja era sinónimo de ser de izquierdas, esto ya no es así, como demuestran todos los estudios sociológicos. Desde los 60 en adelante -y en buena medida a causa de los cambios de la izquierda en torno al sexo y la moral de los que venimos hablando- ya no está tan claro que un obrero se identifique necesariamente con los partidos de izquierdas. Su mayor preocupación es mantener sus ingresos, su seguridad laboral y sus condiciones de trabajo, pero los partidos de izquierdas actuales parecen anteponer a eso, o al menos ponerlo al mismo nivel, cuestiones como el aborto o la homosexualidad, que para el trabajador manual -mayoritariamente conservador en cuestiones morales- importan relativamente poco. La cultura de izquierdas, hoy, con la indiscutible decadencia del trabajador industrial, la generan sobre todo burgueses. Gramsci estaría consternado, pero lo cierto es que actualmente no hay propiamente una cultura obrera, o es muy pequeña.
Así, podemos concluir que el 68 francés, la contracultura de los Estados Unidos o, por poner un ejemplo más cercano, el 15M no son más que ‘simulacros de revolución’. Son parte del sistema liberal, de las democracias, son formas de renovar y mejorar un mercado dinámico, es decir, ¿rebelarse vende?
Es justamente eso. Por supuesto que hay gente que desde entonces hasta hoy ha querido una revolución de verdad, pero creo que nadie -ni siquiera los pensadores teóricos de la izquierda que le dedican mucho tiempo y mucho esfuerzo a pensar las revolución- sabe cómo diablos es eso posible en el Occidente actual. Desde el 68, las revueltas que he llamado ‘divertidas’ no son amenazadoras para el sistema; no digo tampoco que al establishment político y económico le encanten, pero siempre acaban encauzadas en el sistema democrático y convertidas por el capitalismo en tendencias culturales que tienen influencia a largo plazo en la política -como venimos hablando, muchos de los asuntos culturales discutidos en los 60 hoy forman parte del centro de la discusión política-, pero que en lo inmediato no cambian las instituciones y ni siquiera, en gran medida, los sistemas de partidos, aunque en este último aspecto habrá que ver cómo evoluciona la crisis. En cualquier caso, la rebeldía ya es un elemento integral del capitalismo: sea para vender coches, para prometer una exitosa carrera como ejecutiva o para promocionar zapatillas, el capitalismo halaga y corteja al rebelde. Aunque por supuesto no le hace el menor caso a las ideas políticas que puedan motivar a esa rebeldía. Si es que las hay.
¿Usted defiende, como Francis Fukuyama, que tras la caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética se acabó la historia o, al contrario, como un segundo Fukuyama, ya en el siglo XXI, que la historia no tendrá fin?
Me gusta mucho El fin de la historia y el último hombre y estoy bastante de acuerdo con las ideas principales del libro. Creo que en todo Occidente -y cada vez en más sitios fuera de él- existe el consenso de que el único sistema político aceptable es la democracia liberal. Después, por supuesto, dentro de eso, puedes tener variaciones muy grandes, y ser muy estatista o muy promercado, tener como modelo a Francia o a Estados Unidos, querer banca pública o desear sanidad privada, pero a fin de cuentas todo eso son opciones dentro del sistema democrático, no propuestas de un sistema distinto. Dicho esto: los años 90 -cuando se publicó El fin de la historia– fueron muy optimistas y desde el 2001 es más difícil serlo. Seguirá habiendo guerras, seguirá habiendo terribles conflictos regionales, y dentro de las democracias habrá tensiones muy fuertes como las de ahora mismo. La historia no terminará, pero sí es cierto que cada vez parece menos probable que surjan propuestas de sistemas radicalmente distintos o un regreso al comunismo o nuevos regímenes fascistas en Occidente.
Es decir, ¿nos alejamos de la repetición de la historia que predijo Karl Marx? Que, por cierto, también auguró el sistema comunista después de la victoria burguesa y no antes, como sucedió en la URSS o Cuba, por ejemplo.
Es una pregunta muy complicada. Para empezar, yo no creo que la historia sea cíclica. Tampoco creo en esas alegorías históricas según las cuales los imperios, las civilizaciones y las eras son como el cuerpo humano: nacen débiles, alcanzan la madurez y la fortaleza y luego decaen inevitablemente. Por supuesto que en muchas ocasiones observamos cosas que parecen calcadas a otras sucedidas en el pasado, pero eso es porque la historia la hacemos los seres humanos, y nuestra estupidez, nuestra agresividad y nuestros delirios son propios de la especie y constantes. Aunque últimamente hemos mejorado mucho. Si compara toda la historia de la humanidad con los apenas dos siglos y medio desde que aparecieron la Ilustración y la Revolución industrial, verá que en este corto período de tiempo muchos más humanos han mejorado su situación mucho más rápidamente que hasta entonces. Dicho esto, tampoco creo en la idea del progreso infinito: a veces avanzamos, a veces retrocedemos, a veces nos quedamos parados. Pero pese a todas mis prevenciones con respecto a cualquier filosofía de la historia omniabarcadora, tiendo a pensar que lo que apunta es cierto: creo que no caeremos otra vez en algunos errores brutales, que en Occidente no se repetirán aberraciones como el Holocausto o el Gulag. Ahora bien, debemos estar muy, muy pendientes de asegurarnos de que sea así.
Volvamos al libro. ¿En qué momento los jóvenes españoles modernos y nihilistas, en su vestimenta, se dieron cuenta de que el Estado era la mejor herramienta que el mercado les ofrecía y tenían a su alcance para llegar al gran público?
En 1983 se empieza a emitir en Televisión Española La edad de oro, por el que pasan buena parte de los grupos musicales de estética más moderna y letras más procaces. En 1984 se estrena La bola de cristal. Ya antes hay concursos de rock y exposiciones sobre la Nueva Ola patrocinados por las instituciones de Madrid. A los políticos del PSOE les interesaba -fuera por modernizar la cultura española, fuera por atraer voto juvenil- que se identificara a esos jóvenes con su proyecto, y ciertamente los jóvenes se dejaron y se aprovecharon. Pero no creo que en el caso de estos últimos fuera una epifanía, ni una decisión muy pensada, que se dijeran: “Caray, como el capitalismo europeo va a ser una mezcla de mercado y Estado, aprovechemos los dos aspectos para medrar.” Simplemente, como declaraban constantemente, a veces con mucha ingenuidad, querían tener éxito, salir en la tele, ligar mucho y tener dinero para consumir, y cualquier cosa que les permitiera conseguirlo era bienvenida. Eran gente, como ya hemos comentado, muy ingenua políticamente, pero con una comprensión intuitiva de cómo funcionaría el mercado cultural. ¿Eran nihilistas, punks, cínicos y desengañados? Sí, pero muchos de ellos tenían claro que querían que les fuera bien. No creo que ninguno se planteara cuál era el accionariado de las discográficas en las que publicaban los discos o de las editoriales que financiaban los medios en los que salían, no creo ni siquiera -no pretendo ser desdeñoso, eran muy jóvenes y no tenían por qué interesarse en esas cosas- que pensaran si un canal público, o las instituciones públicas, debían ser imparciales o no, o apoyar a tendencias concretas o ser más representativas. No, querían audiencia. Y el Estado les conseguía una parte. Diría que los argumentos según los cuales el Estado debe apoyar a la cultura y ser garante de la vanguardia, vendrían después, cuando ya estaban afianzados en el interior del sistema.
¿No existieron jóvenes ingenuos durante la dictadura? Al margen de que tenían que pasar por el aro ideológico del franquismo, que no era poco, ¿qué diferencia existía con el aprovechamiento del Estado que se presentó en los años 80 con el de los años 60, por ejemplo? ¿Era una cuestión de quitar a unos y poner a otros?
Jorge Semprún decía en Federico Sánchez se despide de ustedes que no era casualidad que el Ministerio de Cultura no existiera durante el franquismo y que se fundara precisamente con la democracia para ‘romper con la tradición de incuria de autoritarismo que predominó en España durante la mayor parte de este siglo en las relaciones de los poderes públicos con los asuntos culturales’. No sé si creerme esta afirmación, la verdad, pero en cualquier caso sí está claro que el nuevo Ministerio de Cultura no era como el viejo Ministerio de Información y Turismo, con su Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos. Claro que alrededor de ésta debió haber gente que hizo carrera y vivió gracias a la simbiosis perfecta de mercado y Estado, pero no me parece que sea lo mismo hacerlo en una dictadura que en una democracia mínimamente transparente. De hecho, la política cultural española fue en buena medida una copia de la que en Francia instauró como ministro de Cultura Malraux, que prácticamente se inventó esa clase de ministerio. Hasta en Estados Unidos se destina dinero público al arte vanguardista. De modo que no fue solo quitar a unos y poner a otros. Fue adoptar una práctica habitual en las democracias, aunque yo no sea particularmente partidario de ella.
Tenía entendido que el intelectual, como apuntó en 1976 José Luis López Aranguren -y usted cita en La revolución divertida-, debe alejarse del poder político, aun estando dentro del sistema, debe ser ‘distante de toda clase de intereses materiales’. Sin embargo, la sensación es de que en España la intelectualidad se codea con la clase política, juguetea con ella y se beneficia de sus prebendas.
La cercanía del intelectual y el poder no es nueva ni es un rasgo particularmente español: desde la Grecia clásica, los poetas de la vieja China imperial o los ilustrados franceses ha sido una constante. Muchos intelectuales están fascinados por el poder, o si ese no es el caso, creen al menos que si los poderosos les escucharan ejercerían mejor su poder. Además, a los políticos les gustan los intelectuales, o al menos sienten que los necesitan para parecer más cultos o más sofisticados. El problema es cuando se pone el aparato del Estado al servicio de esa necesidad mutua: los políticos reparten premios nacionales, galardones honoríficos, cargos y reconocimientos públicos a los intelectuales y estos juzgan al poder, muchas veces, en función del trato personal que han recibido de éste, no de cómo esté desempeñando su función. Es una dinámica difícil de romper, porque todos los que participan en ese juego salen ganando en él, aunque lógicamente sale perdiendo la limpieza del debate público. Naturalmente, eso se solucionaría un poco si los políticos aceptaran que no es el Estado quien debe decidir directa o indirectamente quién es un gran poeta, quién merece una subvención o a quién debe recomendar a un medio, si los intelectuales asumieran que el reconocimiento que les concierne solo puede dárselo la academia, la crítica o el mercado, y si los medios tuvieran deseos de verdad de ser más independientes aún perdiendo favores políticos. Todo eso es improbable. Pero insisto: no me preocupa que un presidente llame a un escritor cuyos artículos le gustan y que cree que puede serle útil, ni que un intelectual sienta que puede aportar algo a su país aceptando un cargo o una asesoría. Lo peligroso es la dependencia y la compra mutuas: los políticos que llaman a cadenas de radio para recomendar a uno u otro tertuliano, la dificultad de que ese tertuliano bien pagado en adelante critique a quien le puso allí; las subvenciones públicas brutales a medios que luego deberán mostrar agradecimiento… Siendo realista, López Aranguren pedía un imposible, y no sé cómo se podría arreglar la situación actual, porque la dependencia mutua es inmensa.
En su obra relaciona el movimiento (o movimientos) antiglobalización con el espectáculo. Algo así como si fuera una corriente que tuviera, entre sus objetivos, hacer visible las penurias de la gente casi por divertimento. Y considera, o eso creo, que son movimientos destinados a fracasar al no tener líderes reales. Son los anarquistas de finales del siglo XX e inicios del XXI. Pero, ¿anarquistas que requieren mayor control y regulación de los estados?
En primer lugar: yo no diría que su denuncia de las penurias fueran un simple divertimento. Aunque yo creo que es un proceso más bien positivo, sin duda la globalización ha generado víctimas reales, algunas en el llamado Tercer Mundo, pero no pocas en Occidente, con la tendencia a la desindustrialización. Ahora bien, muchos antiglobalizadores decidieron que la mejor manera de llamar la atención sobre las maldades de ese proceso era con actos reivindicativos y, al mismo tiempo, festivos. Por un lado podía ser por pura frivolidad, pero también porque entendieron que las protestas políticas de nuestro tiempo son fenómenos esencialmente mediáticos, y que si no sales en la tele protestando es como si no hubieras protestado. Para llamar la atención de los medios, ¿qué mejor que espectáculos originales, llamativos, irónicos? Naomi Klein, una de las intelectuales más reconocidas del movimiento, lo entendió muy bien: animó a las protestas originales y teatrales como gran medio para llamar la atención y sumar adhesiones entre gente no muy comprometida, pero con el tiempo se dio cuenta de que efectivamente se estaban convirtiendo en fenómenos autocelebratorios, puro espectáculo sin demasiado contenido.
Por lo que respecta a la paradoja entre anarquismo y un deseo de mayor regulación estatal: sí, esa es la gran paradoja del movimiento antiglobalización. Como digo varias veces en el libro, no hay que ser particularmente puritano con la coherencia ideológica -no hay partido político en el mundo que sea coherente y al mismo tiempo tenga éxito-, pero el caso de la antiglobalización es especialmente llamativo: es en parte anarquista, pero quiere más legislación sobre casi todo; es en algunos casos algo ludita, pero se organiza mediante la tecnología punta; defiende el internacionalismo en la cultura, pero quiere limitar los intercambios comerciales en los países; lucha contra buena parte de la industria alimentaria, pero ignora que buena parte de la población se puede alimentar gracias a ella. Todo esto ya es suficiente para que lo tenga difícil para triunfar políticamente, pero al mismo tiempo, como dice, su estructura -sin líderes, con decisiones asamblearias, rechazando las jerarquías y los programas- le impide ser viable como fuerza política negociadora. Ahora bien, como venimos diciendo: su influencia en el plano cultural ha sido enorme.
¿Un ejemplo de este movimiento serían las imágenes que nos han dejado las últimas protestas en Barcelona, donde en algunos casos se asaltan tiendas de ropa de marcas conocidas, llevándose género, por ejemplo, para protestar contra el paro, las desigualdades y la globalización?
Por supuesto, hay quienes siguen creyendo en la pervivencia de la revolución violenta. Y por supuesto también hay nihilistas a los que la destrucción les da placer. Sin duda, hay representantes de las dos cosas en los movimientos de protesta, pero por lo que se ha podido ver hasta ahora -desde los movimientos antiglobalización hasta el 15M y similares- son minoritarios, sus tácticas -por así llamarlas- no parecen gozar de respeto entre la mayoría de activistas y no parecen haber creado muchos ejemplos de emulación. En cualquier caso: uno puede estar equivocado y ser incoherente, y a todos nos pasan ambas cosas en un momento u otro, pero pensar que rompiendo el escaparate de una cafetería o robando una tienda vas a lograr algún fin político es ser un idiota.
Vamos acabando. ¿Qué papel juega internet en estos movimientos de protesta, tanto civiles como culturales?
Creo que internet tiene los rasgos similares, aunque sea de una naturaleza distinta, a las revoluciones de las que hemos venido hablando hasta ahora. Parece tener un gran potencial político, algunos tecnófilos optimistas creen que va a cambiar la experiencia humana de arriba abajo, que va a transformar y a multiplicar nuestra idea de libertad. Sin embargo, creo que, como ellas, va a tener un inmenso impacto en la cultura -de hecho, ya lo está teniendo- pero poco en la política. Entre los movimientos de protesta ha creado la ilusión de que poder comunicarse constantemente, poder organizar movilizaciones, compartir constantemente datos, revoluciona las ideas y la praxis políticas. Yo no lo creo así. El uso masivo de internet tiene ya unos quince años, y no parece que la política haya cambiado demasiado desde entonces. Ciertamente es más fácil organizarse, pero las organizaciones realmente sólidas y operativas desde un punto de vista político son hoy las mismas que ayer. Naturalmente, en el plano cultural está cambiando muchas cosas -del periodismo a la música a la organización de los archivos de datos a lo que se quiera imaginar- y eso siempre tiene consecuencias en todo lo demás, pero soy escéptico en su potencial como herramienta de revolución política.
¿Qué cree que quedará del 15M en España?
A juzgar por los precedentes históricos, diría que no mucho en el plano político. Es cierto que el 15M puso sobre la mesa asuntos como los desahucios o la dación en pago, que ahora están en el centro de la discusión mayoritaria, pero sus grandes propuestas revolucionarias han vuelto a disgregarse. Solo dos años después, el peso de las protestas ya no está en esos jóvenes, sino en los actores tradicionales de las manifestaciones: en los sindicatos, en los funcionarios, en las asociaciones de lo que con cierto optimismo llamamos “sociedad civil”. También es muy posible -al menos eso espero- que muchos de los jóvenes que estuvieron en las acampadas se hayan dado cuenta de que lo suyo fue una explosión de ira justificada, pero que los métodos que escogieron no han servido para casi nada, y entren en los partidos y los sindicatos, o hasta funden nuevos, para tratar de cambiar el sistema desde dentro, que suele ser la única manera posible de hacerlo. En el plano cultural, no lo sé. He dicho que estos movimientos sirven para renovar la cultura cíclicamente, pero no sé si este va a ser de nuevo el caso. Diría que, por el momento, no.
¿Se equivoca el que resuma su libro con esta frase: ‘Como tantas otras veces en los últimos cincuenta años, parece que todo ha cambiado, pero en buena medida el funcionamiento de las democracias -los grandes partidos, el voto físico y secreto, el parlamentarismo, la separación de poderes- se mantiene asombrosamente igual que antes del surgimiento de la última revolución’?
Creo que eso es un buen resumen. Las democracias de hoy se parecen mucho, institucionalmente, a las democracias de hace cincuenta años. Lo que ha cambiado bastante, como venimos diciendo, es la cultura en su sentido más amplio. Y con ello ha pasado otra cosa: el cambio ha adquirido prestigio y ahora revolucionario, innovador o transgresor son términos que se utilizan tanto para vender un coche como para pedir un voto, sin que por supuesto nada de eso implique nada verdaderamente revolucionario o transgresor. De hecho, estos últimos años no están siendo tan revolucionarios como nuestra afición a las pseudorrevoluciones nos hace creer. Sí, tenemos internet y eso es indiscutiblemente un cambio inmenso, pero otros momentos de la humanidad han sido mucho más innovadores que los nuestros. Hoy en día somos más conservadores -políticamente, pero también en algunos aspectos culturales- de lo que nos gusta creer.
Es decir, vivimos -en los primos años del siglo XXI- en ‘una mezcla asombrosa de estética rebelde y ortodoxia económica, de discurso revoltoso y adoración del confort material’ o, para decirlo en un estilo más directo: vivimos en un ‘hermoso mito que continuaremos postergando indefinidamente’…
Una parte importante de la sociedad ha asumido muchos de los valores bohemios -como una cierta libertad sexual, una estética aparentemente inconformista, gustos artísticos transgresores- sin, al mismo tiempo, estar dispuesta a abandonar las comodidades burguesas -el piso en propiedad, las vacaciones anuales, ciertas posesiones-. Diría que ese es uno de los rasgos principales de la cultura occidental de hoy. ¿Siguen soñando muchos con una revolución que ponga fin a las injusticias? Por supuesto. Pero por un lado nunca van a hacer la revolución, y por el otro lo que piden es poder disfrutar de una vida burguesa, lo cual no tiene nada que ver con las grandes revoluciones del pasado, que querían cambiarlo de verdad todo. No se puede ser frívolo con esto porque estamos en tiempos de crisis y mucha gente lo pasa mal y tiene todo el derecho del mundo a pedir una vida de clase media. Pero creo que ahí estamos, por resumirlo rápido y mal: pidiendo un gran cambio político… sentados ante nuestro Mac y opinando en Facebook.
SOLUCIÓN PARA CATALUÑA: UNA NUEVA MAYORÍA POLÍTICA PROGRESISTA, ALIANZA DE LIBERAL-PROGRESISTAS Y SOCIALDEMÓCRATAS
Hay que dejar claro que la solución del problema que plantea el nacionalismo secesionista catalán -igual que la de cualquier problema que aparece en una democracia- debe venir del ejercicio de la misma democracia, o sea, por vía electoral. A los secesionistas catalanes hay que derrotarles en las urnas. A la vez que neutralizando en lo posible el monopolio práctico de CiU en la prensa y los demás medios autóctonos catalanes comenzando por denunciar su carácter antidemocrático.
Abogo por una nueva mayoría progresista en Cataluña, formada por una alianza de liberal-progresistas (‘Ciutadans’ =Azaña) y socialdemócratas (PSC =Prieto). Mi hipótesis es que la harán posible tanto el avance de la formación liberal-progresista, ‘Ciutadans’, como la recuperación por el PSC de su condición de gran partido de la izquierda clásica (socialdemócrata) en Cataluña, tras haber sobrevivido a la cacería de exterminio que le ha librado CIU y su aparato mediático en los años pasados, cacería vuelta ahora más difícil por nuevas circunstancias y porque el PSC ha generado anticuerpos defensivos.
Para explicar los resultados de las últimas elecciones autonómicas catalanas debe tenerse en cuenta que CiU ‘le hizo la campaña a ERC’ y en menor medida a ICV. Mientras que tiró a matar al PSC, actuando como el ‘verdugo’ de esa fuerza que viene siendo desde hace años. Con la complacencia de la quinta columna que CiU tiene dentro de la fuerza fundamental de la izquierda, que quieren un PSC sometido a CiU o muerto. ¿Por qué no se van a ERC? El PSC volverá a ser una fuerza mucho más importante que ERC. Al simple observador ERC (una fuerza sin espacio político definido) aparece como un ‘partido acordeón’. Tuvo 23 diputados autonómicos en 2003, solo 10 en 2010, 21 en 2012. ¿Otra vez 10 la próxima vez?
A ver quién discute la legitimidad de un futuro gobierno progresista de coalición de Azaña (‘Ciutadans’) y Prieto (PSC) en Cataluña. Y quizá de una ICV recuperada para la socialdemocracia tras su actual sarampión abertzale y neoestalinista. Quedando en la oposición los conservadores de centroderecha (PPC) y la ‘familia nacionalista’ con todos sus componentes incluidos (CiU, ERC, CUP).
¿Por qué los nacionalistas del PSC no se van a ERC? ¿No quieren un partido de izquierda y nacionalista? Pues ahí lo tienen, más o menos izquierda. Y si no tienen también a la CUP maoísta. Y al nuevo partido de E. Maragall. O a CiU, destino preferido por Mascarell que ya se ha ido -igual que E. Maragall- haciendo lo correcto. ¿Por qué no se van de una vez y dejan ya de j.der en el PSC? ¿Por qué?
Sin duda los nacionalistas del PSC se macharán siguiendo la estela de los que ya lo han hecho. O les echarán, darán motivos. Uno a uno, o pocos a pocos. Castells a CiU, Elena a ERC… No se atreverán a crear el enésimo partido de izquierda nacionalista. ¿Qué lograrían electoralmente? Cuanto antes mejor, cada oveja con su pareja.
Imagino a plazo corto o medio un ‘Parlament’ próximo al que indico en diputados (total 135): PSC 35, CiU 35, PPC 25, ‘Ciutadans’ 20, ERC 10, ICV 10, CUP 0.
Erasmus
El 15M es un compendio de jóvenes tarados por el socialismo y el separatismo , y por supuesto casi todos ( todos ? ) drogados , cuando les dieron la portada yihadista en TIME se callaron , fin de la boutade comunista , alguno será lo suficientemente espabilado para hacer carrera en Izquierda Undida , y viajará en primera como diputado progre-fashion para apoyar la dictadura Castrista , les encanta , al tiempo .
CAMBIA LA CULTURA DEMOCRÁTICA, NO LA ESTRUCTURA DEMOCRÁTICA AFORTUNADAMENTE
Los cambios que están sucediendo en la sociedad afectan en lo político a la cultura democrática, lo que tiene un impacto en la vida política y modula las ideologías. Pero la estructura (o los mecanismos) de la democracia se mantienen y eso es bueno porque así la democracia mantiene su esencia. La democracia se define como lo opuesto a la tiranía. Es el sistema político que el hombre se merece. Que a veces pierde. Que a algunos pueblos les cuesta mucho alcanzar. La esencia de la democracia es el pluralismo de partidos. No hay que ser frívolos al juzgar los partidos existentes. Deben cambiar ordenadamente, no en tromba. Construir un gran partido le cuesta décadas a una democracia.
Erasmus
El titular de la portada es incompresible.
El 15-M no es absolutamente nada. Las mismas consignas y los mismos trasnochados catecismos ya hace mucho tiempo superados de la pseudoreligión del marxismo y el comunismo. Hubo gente ingenua al principio que creyó en ellos como algo transversal a toda la sociedad pero después vieron lo que realmente había. Es la ultraizquierda mas radical y antisistema que como en todos los movimientos ultras y antidemocráticos son ultraoportunistas que aparecen en los tiempos difíciles y de crisis. En Grecia ha surgido la ultraderecha, aquí la ultraizquierda. Pero todos bien ultras y antisistema que es el común denominador. Mismos perros con diferentes collares
Y por supuesto un movimiento además instrumentalizado a ratos por parte de la izquierda – esta sí – del sistema. Izquierda del sistema tan democrática en apariencia y en las formas pero tan antidemocrática – como ellos – en lo importante que es el fondo